Algunas fotografías, como las de Atget, intrigan: falta algo en esa atmósfera. “En tales fotos –escribe Walter Benjamin- la ciudad está desamueblada como un piso que no hubiese todavía encontrado inquilino”[1]. Son imágenes que generan, más que análisis, ensoñación[2], una fascinación por ese “crimen” que, una vez poetizado, impedía cualquier juicio[3]. Ese espacio en el que encontramos principalmente los vestigios de la presencia humana, valorado favorablemente incluso por Greenberg[4], es, en muchos sentidos fundacional. Andre Bazín señaló que las virtudes estéticas de la fotografía residen en su poder de revelarnos lo real: “No depende ya de mi el distinguir en el tejido del mundo exterior el reflejo en una acera mojada, el gesto de un niño; sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y prejuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de mi amor. En la fotografía, imagen natural de un mundo que no conocíamos o no podíamos ver, la naturaleza hace algo más que imitar el arte: imita al artista”[5]. Algunos fotógrafos contemporáneos como David Latorre comparten ese despojamiento, la ausencia del sujeto, la sensación de extrañeza.
La vivencia contemporánea es, por emplear términos caracterizados por Marc Augé, la del no lugar a partir del cual se establecen distintas actitudes individuales: la huida, el miedo, la intensidad de la experiencia o la rebelión. La historia transformada en espectáculo arroja al olvido todo lo “urgente”. Es como si el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que las noticias del día o de la víspera, como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia en el presente. El pasajero de los no lugares hace la experiencia simultánea del presente perpetuo y del encuentro de sí[6]. En los no-lugares domina lo artificioso y la banalidad de la ilusión. Esa publicidad que está por todas partes ha llegado al agotamiento de sus estrategias; en cierta medida los no lugares sirven, ahora en un singular detournement, para que los sueños se proyecten y ahí, por donde únicamente transitamos a toda velocidad o, mejor, donde no queremos estar, podría desarrollarse una nueva forma de la flanerie. Los lugares de paso de la fotografía contemporánea nos recuerdan nuestra condición nómada pero también adquieren un tono espectral; nadie puede habitar en esas construcciones, son un límite que hay que olvidar, el sitio que nos retiene. Cuando la valla se alza dejamos atrás ese ámbito impersonalizado.
Más allá del hechizo de las fachadas, la verdadera neo-Academia fotográfíca de los discípulos de los Becher, David Latorre consigue dotar, literalmente, de vida sitios en los que propiamente no pasa nada. Su mise en scene es una extraordinaria “hibridación” de lo instalativo, la voluntad pictórica y la sedimentación, finalmente, fotográfica. Desde su magnífica serie sobre la prisión en la que la amenaza del desmantelamiento era inminente hasta las recientes modulación de escenarios domésticos ha conseguido fijar un tono plástico singular. Sus “lugares”, minuciosamente modificados, son anti-pintorescos y, en alguna medida, sublimes, una manifestación de un lugar silencioso y solitario que tiene algo de presencia negativa[7]. Acaso la esperanza, si tal palabra no suena ya anacrónica, comience a dibujarse, con timidez, de una forma poéticamente leve, en ciertas visiones fotográficas de nuestra naturaleza inhóspita: tenemos que volver a la escena primordial, afrontar el descamino[8], estar abiertos a lo diferente, sólo así podremos liberarnos, catárticamente, de un tiempo desquiciado. Hay que afrontar el completo extrañamiento del mundo.
En Mas allá del principio del placer, advierte Freud, que la conciencia surge en la huella de un recuerdo, esto es, del impulso tanático y de la degradación de la vivencia, algo que la fotografía sostiene como duplicación de lo real pero también como teatro de la muerte[9]. La luz negra adquiere, en las fotografías de David Latorre algo diferente de la retórica de la finitud o de la melancolía; al contrario, sugiere una nueva vida, una activación inesperada de un lugar anodino. Los marcos, los umbrales, la delimitación espacial está generada por lo fosforescente. La obra de David Latorre puede ser entendida como una operación metafórica que produce “otra espacialidad”[10].
No le faltaba razón a Martín Heidegger cuando apuntaba en Construir, habitar, pensar, que la auténtica penuria del habitar descansa en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar: “¿Qué pasaría si la falta de suelo natal del hombre consistiera en que el hombre no considera aún la propia penuria del morar como la penuria? Sin embargo, así que el hombre considera la falta de suelo natral, ya no hay más miseria. Aquélla es, pensándolo bien y teniéndolo bien en cuenta, la única exhortación que llama a los mortales al habitar”[11]. Sin embargo, la respuesta no está en la ideología del suelo natal, sino en la capacidad de generar lugares en el seno de los no lugares. Ese es el proceder de David Latorre, con una penitenciaria en ruinas, con una casa en la que insisto no pasa nada, en unos ámbitos que parecen los del tránsito cotidiano. Este artista construye heterotopías, altera el espacio consigue que lo mismo adquiera un tono completamente diferente.
Al comienzo de La cámara lúcida, Barthes vincula la fotografía con lo que Lacán llama tuché, la ocasión, el encuentro, lo Real “en su expresión infatigable”[12]. Tenemos que tener claro que el encuentro es encuentro perdido, como aquel objeto que solo se recupera en la pérdida[13]. Ahí está lo traumático: lo real está es eso que yace siempre tras el automaton[14]. Lo real está invadido por la angustia de una repetición “que intenta compensar el hecho de que uno siempre llegará demasiado temprano, o demasiado tarde, para encontrarla”[15]. El encuentro perdido no produce reconocimiento sino desasosiego, necesidad de interpretar y de repetir. Frente a la ilusión referencialista y cualquier sensación de “proximidad” (aurática o psicótica), la fotografía mantiene el mundo a distancia, creando una profundidad de campo artificial que nos protege de la inminencia de los objetos. David Latorre hace que lo cotidiano adquiera un color mágico, que las paredes que nos confinan adquieran la textura del sueño como si quisiera tocar el “otro lado” de lo real, aquello que sostiene toda simbolización.
Hace tiempo que estamos en el búnker o en la cripta, donde podríamos encontrar más que una alegoría o materialización de la libertad, una indecisión o, para ser más (psico)físico, una claustrofobia intolerable. En la época de globalización, todo se juega entre dos temas que son, también, dos términos: forclusión (Verwefung: rechazo, denegación) y exclusión o locked-in syndrom[16]. La promiscuidad, el fin del pathos de la distancia, provocan una suerte de efecto Larsen generalizado[17]: el amplificador se acopla con el sonido que se acaba de emitir. Hemos completado el fin de la ilusión estética. Nuestra imaginación está habituada, no cabe duda, a la distopía crítica, habitamos, anticipadamente, el desastre metropolitano; estamos tan abotargados que ni siquiera tememos al Diluvio. La puesta en escena de David Latorre nos enseña que no tenemos que aceptar lo dado como si fuera un destino ineludible, que hay un “arte de habitar” aunque sea en la escena del crimen. Su obra une lo misterioso y lo cotidiano, el silencio de la blancura y los colores exaltados en la oscuridad, en sus montajes híbridos lo paradójico no conduce a lo críptico o a la retórica conceptual sino que conduce hacia una topología de lo diferente. Sus lugares imaginarios y reales fascinan, dan que pensar y sobre todo nos animan a aceptar lo inesperado, eso en lo que todavía late la poesía.
[1] Walter Benjamin: “Pequeña historia de la fotografía” en Discursos interrumpidos I, Ed. Taurus, Madrid, 1973, p. 76.
[2] Cfr. Ian Jeffrey: La Fotografía, Ed. Destino, Barcelona, 1999, pp. 136-141.
[3] “Walter Benjamin recordaba el comentario de que Eugène Atget representaba las calles de París como si fueran escenarios de un crimen. Esta observación sirve para poetizar un estilo inexpresivo y no expresionista, para fundir la nostalgia y el frío instrumental del detective. Volviendo la vista atrás, desde Benjamin hasta Atget, observamos la pérdida del pasado a través de las constantes alteraciones del presente urbano como forma de violencia contra la memoria, que el bohemio nostálgico resiste mediante actos de adquisición solipsistas y pasivos. (El poema de Baudelaire “El cisne” expresa en gran medida este sentimiento de pérdida, de inminente desaparición de lo conocido). Cito este ejemplo sólo para plantear la pregunta del carácter afectivo del documental. La fotografía documental ha acumulado montañas de pruebas. Y sin embargo, en esta presentación pictórica de la “realidad” científica y legislativa, a la vez el género ha contribuido mucho al espectáculo, a la excitación de la retina, al voyeurismo, al terror, a la envidia y la nostalgia; y en cambio sólo un poco a la comprensión crítica del mundo” (Allan Sekula: “Desmantelar la modernidad, reinventar el documental. Notas sobre la política de la representación” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre la fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 41).
[4] Greenberg consideraba las obras de Cartier-Bresson demasiado rígidas, artificiales, frías y “pseudoartísticas” mientras defendía las obras de Atget que era, en su opinión, humilde en sus intenciones: “No buscaba las vistas más bellas; intentaba capturar la identidad de sus temas. [...] los signos y vestigios de la presencia humana, y no la presencia en sí misma” (Clement Greenberg: “The Camera´s Glass Eye: Review of an Exhibition of Edward Weston” en The Collected Essays and Criticism, vol. 4, Chicago University Press, 1993).
[5] André Bazin: “Ontología de la imagen fotográfica” en ¿Qué es el cine?, Ed. Rialp, Madrid, 1999, p. 29.
[6] Cfr. Marc Augé: Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Ed. Gedisa, Barcelona, 1993.
[7] “Lo sublime es que del seno de esta inminencia de la nada, sin embargo, suceda tenga “lugar” algo que anuncie que no todo está terminado. Un simple aquí está, la ocurrencia más mínima, es ese “lugar”” (Jean-Francois Lyotard: “El instante, Newman” en Lo inhumano. Charlas sobre el tiempo, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1998, Ed. p. 91).
[8] “Lo que Heidegger, en sus reflexiones de tono gnóstico, ha llamado el descamino –nuestra inevitable agitación en el paisaje de la existencia escaso de señales viales- se refiere, en especial, a la incorporación insegura de la afirmación y la negación en el camino del venir-al-mundo. ¿Es que no es el hombre el animal que no puede vivir con la verdad, pero tampoco sin ella?” (Peter Sloterdijk: Extrañamiento del mundo, Ed. Pre-textos, Valencia, 2001, p. 85).
[9] “La fotografía es indialéctica: la Fotografía es un teatro desnaturalizado en el que la muerte no puede “contemplarse a si misma”, pensarse e interiorizarse; o todavía más: el teatro muerto de la Muerte, la prescripción de lo Trágico; la Fotografía excluye toda purificación, toda catarsis” (Roland Barthes: La cámara lúcida. Notas sobre la fotografía, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 157). “Lo que las fotografías intentas prohibir mediante su mera acumulación es el recuerdo de la muerte, que es parte de integrante de cada imagen de la memoria” (Benjamin H.D. Buchloh: “El Atlas de Gerhard Richter: el archivo anómico” en Fotografía y pintura en la obra de Gerhard Richter, Ed. MACBA, Barcelona, 1999, p. 147).
[10] Certeau defiende algunas prácticas ajenas al espacio “geométrico” o “geográfico” de las construcciones visuales, panópticas o teóricas: “Estas prácticas del espacio remiten a una forma específica de operaciones (de “maneras de hacer”), a “otra espacialidad” (una experiencia “antropológica”, poética y mítica del espacio), y a una esfera de influencia opaca y ciega de la ciudad habitada. Una ciudad trashumante, o metafórica, se insinúa así en el texto vivo de la ciudad planificada y legible” (Michel de Certeau: La invención de lo cotidiano. Artes de hacer, Ed. Universidad Iberoamericana, México, 2000, p. 105).
[11] Martin Heidegger: “Construir, habitar, pensar” en Conferencias y artículos, Ed. Serbal, Barcelona, 1994, p. 142.
[12] Roland Barthes: La cámara lúcida, Ed. Paidós, Barcelona, 1990, p. 31.
[13] “Un objeto, no es algo tan simple. Un objeto es algo que sin duda se conquista, incluso, como Freud nos lo recuerda, no se conquista nunca sin haber sido previamente perdido. Un objeto es siempre una reconquista. Sólo si recupera un lugar que primero ha deshabitado, el hombre puede alcanzar lo que impropiamente llaman su propia totalidad” (Jacques Lacan: “Ensayo de una lógica de caucho” en La Relación de Objeto. El Seminario 4, Ed. Paidós, Barcelona, 1994, pp. 373-374).
[14] Cfr. Jacques Lacan: “Tyche y Automaton” en Los Cuatro Conceptos Fundamentales del Psicoanálisis. El Seminario 11, Ed. Paidós, Buenos Aires, 1987, pp. 62-63.
[15] Rosalind Krauss: “Fotografía y abstracción” en Jorge Ribalta (ed.): Efecto real. Debates posmodernos sobre fotografía, Ed. Gustavo Gili, Barcelona, 2004, p. 232.
[16] “El locked-in syndrom es una rara patología neurológica que se traduce en una parálisis completa, una incapacidad de hablar, pero conservando la facultad del habla y la conciencia y la facultad intelectuales perfectamente intactas. La instauración de la sincronización y del libre intercambio es la comprensión temporal de la interactividad, que interactúa sobre el espacio real de nuestras actividades inmediatas acostumbradas, pero más que nada sobre nuestras mentalidades” (Paul Virilio en diálogo con Sylvère Lotringer: Amanecer crepuscular, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 80).
[17] “La abolición de la distancia, del pathos de la distancia, hace que todo quede indeterminado. Incluso en el ámbito físico: la proximidad excesiva del receptor y de la fuente de emisión crea un efecto Larsen que interfiere en las ondas. La proximidad excesiva del evento y de su difusión en tiempo real, genera indeterminación, una virtualidad del evento que lo despoja de su dimensión histórica y lo sustrae de la memoria. Estamos inmersos en un efecto Larsen generalizado” (Jean Baudrillard: La agonía del poder, Ed. Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp. 60-61).